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El motor gira tranquilamente en el umbral de las 2000 rpm. La carretera se endereza y aparece una larga recta. Perfecta para aprovechar para adelantar a ese camión que hace imposible ver nada más allá de su cabina o a esa abuelita que, entre frenazo y frenazo, no alcanza (ni permite alcanzar a nadie que la siga) los 30 km/hora. Pisamos el acelerador y un agradable empujón nos facilita con seguridad la maniobra. La clave tiene un nombre: es el turbo.
Mercedes, BMW, Volkswagen–Audi… Casi todos los grandes fabricantes han vuelto los ojos a una tecnología que, si bien mantenía su presencia mayoritaria en los motores propulsados por gasóleo, había perdido relevancia en los de gasolina por su consumo elevado. Las tecnologías y el dictado de la electrónica lo traen de vuelta y ahora facilita consumos inferiores a los del motor atmosférico equivalente. El turbo vuelve con fuerza a la actualidad y vuelve con fuerza a convertirse en el protagonista de la unión entre la potencia y la eficiencia.
Concebido inicialmente como una forma de aumentar par y potencia sin que crezcan las dimensiones del motor, el turbocompresor ha encontrado su pareja ideal en el motor de ciclo diésel, con el que, por sus características, encuentra el complemento perfecto para aumentar el rendimiento sin incrementar los consumos. En el motor de gasolina las ventajas se centran en alcanzar la misma potencia con un motor más pequeño, lo que permite reducir el gasto cuando el turbo no está funcionando.
Técnicamente, el concepto es sencillo. Simplificando mucho se puede afirmar que, conforme a la Ley de las Proporciones Definidas, en la reacción de combustión que tiene lugar en el motor, la proporción de oxígeno (comburente) y gasolina (combustible) siempre se mantiene constante. Pero, ¿qué significa esto? Significa que si en la misma unidad de tiempo se introduce más aire con un turbocompresor, se quema más gasolina y el rendimiento es superior.
Mecánicamente, el turbocompresor consta de dos álabes unidos por un eje; cuando se acelera, el aumento de la presión de los gases de escape hace girar el conjunto, lo que provoca que el otro álabe comprima el aire de admisión que entra en el motor. Este aire es enfriado en un radiador para hacerlo aún más denso antes de su mezcla con el combustible, logrando así mejorar un poco más el resultado. Al volante, se traduce en la típica sensación de incremento de potencia de este tipo de motores que redunda en una conducción mucho más agradable y una seguridad activa superior en los vehículos que cuentan con él.
¿Y cuando dejamos de acelerar? No ocurre nada extraño: el exceso de aire a presión se libera por una válvula (waste gate), ya que el turbo sólo funciona accionando el acelerador, de ahí que la leyenda negra de los accidentes por “entrada del turbo” sea rigurosamente falsa.
Si nuestro coche está equipado con un motor turboalimentado requiere de unos sencillos cuidados para evitar problemas y aumentar su vida útil. Entre ellos cabe destacar la recomendación de un uso suave durante los diez primeros minutos tras el encendido del motor, sin sobresaltos en el régimen de giro. Igual de importante que una conducción tranquila en frío es poner en práctica un sencillo consejo antes de abandonar el coche. Consiste en mantener el motor al ralentí durante 1 ó 2 minutos antes de apagarlo, después de realizar viajes largos por autopista en los que el turbo ha funcionado constantemente en carga.
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